La casa de mis abuelos en la que viví gran parte de mi infancia en Las Alcaravaneras

La casa de mis abuelos, en la que viví gran parte de mi infancia en el barrio en Las Alcaravaneras, era una casa «alargada», una casa canaria de autoconstrucción . Ubicada en una calle tranquila, la de Ingeniero Salinas. En un  lado el Estanco, conocido por el Estanco de Calderín, que estaba integrado en la vivienda y se accedía por el interior de la misma, para abrir las puertas a la calle, en las que se colgaban los revisteros hechos de alambres gruesos y las revistas y periódicos se sujetaban con trabas.

La vivienda tenía una gran puerta verde de dos hojas que en su parte superior contaba con unos pequeños ventanucos que se abría con una cuerda.

Un zaguán con una pequeña repisa con santos y velas, espejos, plantas de ficus y algunas rosa de plástico.

En el patio una gran parra que daba sombra en verano y enormes racimos de uvas, allá por septiembre, después de la fiesta del Pino, acabando el verano.

La pila con su talla estaba a la izquierda, con agua fresquita, adornada por un precioso y siempre verde culantrillo.

La alacena con las latas de sardinas, las de gofio y de leche en polvo LITA. Con el mejunje de Paye macerando, ese casero que hacía con ron Carta Blanca de Arucas, café en grano, ‘pisco’ de azúcar, unas ramas de anís cristalizado y ramas de canela.

A la derecha las habitaciones, con baúles y maletas. Sus cómodas, pequeños armarios y sus camas.

Al fondo el cuarto de baño y la cocina. Antes no habían comedores , se comía en el patio. A diario entre la pileta y el cuarto de lavado y cuando había alguna celebración bajo la latada de la parra.

La merienda, en la calle que olía a picadura Tamadaba, la fábrica de tabaco que estaba en la esquina con la calle Valencia, era un cucurucho de aceite, azúcar y gofio con un plátano entero o escachado. Algunos días bocadillos de picadillo o jamonilla, que también se les conocía por el nombre de la marca y sencillamente era un bocadillo de Tulip. Los días de fiesta, unos con galletas y conserva Conchita y otros con chocolate SICAL, que estaba bueno pero le decíamos “terroso”.

En la azotea el palomar, el gallinero, la conejera, los guayaberos y el nisperero  dentro de los bidones de latas de aceite industriales, reutilizadas y convertidas en parterres.

Baldes rotos y cacharros de lata en desuso que hacían de maceteros para geranios, claveles y malas madres, llamadas estas últimas así, porque sacaba sus nuevos brotes a través de una varilla y según me explicaban, como eran “sus hijos” y en vez de arroparlos los alejaba, de ahí le pusieron el nombre.

En los agujeros de las paredes los nidos de los palmeros.

Enfrente el portón del Titanic…aunque para nosotros siempre ha sido Titani, la casa de Angelita la Mora. Que le llevábamos las gallinas para que las sacrificara. Se me partía el alma y volvía llorando a depositarlas en el fregadero en la cocina.

Yo me encargaba de darles de comer, hablaba con ellas, les limpiaba la mierda «del palo del gallinero»..recogía los huevos…y cuando me decían coge a la blanca o a la quícara y llévasela a Angelita, los pies se me hacían de plomo y aquellas aleteando y cacareando como si ya supieran el destino.

En el barrio de Las Alcaravaneras por esos tiempos, a quien se dedicaba a despreciar o a mentir les decíamos  «farfullera o farfullero”… y muchas discusiones se acababan con un “Sale pa llí farfullero”.

Pero siempre se arreglaban las broncas, algunas veces por interés y muchas porque ocurrían cuando se bebía y se justificaba con: “es que tiene mal beber”.” Si estás bebío quítateme delantre”.

Las Alcaravaneras desde el Palacio de los Juguetes, a los papahuevos de Isidro Gomez, almacenados frente al colegio de La Salle, al Estadio Insular desde donde se veía el cartel de Margarina “Marianne La Niña”, el Sindicato de plátanos, la fábrica de galleta Tamarán y la de colchón Flex.

Sus arenales que servían como gradas para ver el futbol, para bajar corriendo por ellos con una lata ya usada de leche en polvo y atravesada por una verguilla, que hacía de manillar de una supuesta moto. Con la boca se hacía el ruido del motor con sus acelerones, frenadas y pitadas. Por las noches rellenábamos las latas de papeles y maderas, le prendíamos fuego y era el foco.

Portones, seis que recuerde y que le dedicaré un escrito exclusivo porque se lo merecen.

Vivir en la playa, jugar en la calle, días de maresía y siempre con olor a mar. Nadar hasta el dique, coger lapas y caracolas en el marisco. Sortear las barquillas y sentarse en el pequeño viejo muelle, con las patas colgando a contemplar las peñas de “Las dos hermanas”, comiendo chochos, pipas, chuflas, manices y regaliz comprados en el carrito de Clementito o a Ana “La Morena” en la calle del Cine. Todo con medio duro y sobraba alguna perra.

Javier Marrero.

* La imagen corresponde a las escrituras originales de la vivienda, que tengo el honor de seguir custodiándolas. El tubo metálico donde están guardados fue hecho con una “Lata de 5 litros de aceite de oliva”, todo un arte hojalatero.