El parque de Las Brujas allá por el Barrio Inglés, ahora llamado Ciudad Jardín


El parque de Las Brujas allá por el Barrio Inglés, ahora llamado Ciudad Jardín.

Siempre era un misterio ir al parque de las brujas, que en realidad era una finca abandonada donde quedaban algunos papayeros, algún guayabero y muchos tunos indios.

El “saludo” solía ser coger unos cuantos «rabo llevas», una pequeña hierba que tenía pelillos y pegarlo a la espalda de alguien cantando “rabo llevas y no te enteras” y todos mirándonos a ver quien lo llevaba.

En un extremo construimos un campo de fútbol, solar libre, solar que se ocupaba. También contábamos con un pequeño refugio a modo de chabola, construido con cartones, cajas de madera y algún bidón de lata. Refugios de estos teníamos por varios lugares de la ciudad y se respetaban, casi todos nos conocíamos. Ya escribiré sobre estos “refugios” que los teníamos en los arenales, en los solares de Mesa y López, en el Campo España y muchos mas, por supuesto todos con uno o dos campos de futbol.

Era cruzar la plazoleta del insular con sus grandes laureles de india y sus bancos circulares de madera que daban vuelta al tronco del árbol y garantizaba siempre la sombra y el fresquito y comenzar la aventura llena de suspense.

Caminando por el Barrio Inglés, que para erradicar el paso de los ingleses y su comercio, Primo de Rivera por el 1928, cambió su nombre por Ciudad Jardín y prohibió palabras, como las de hall, WC y Knife entre otras, pero la población siguió diciendo barrio inglés, el “jol” , el vater o vatercló y por su puesto el naife y mas anglicismos, de las cuales hoy en día todavía se conservan algunas.

Pero para nosotros ni un nombre, ni el otro, para nosotros era el “barrio de los ricos”. Chalets con jardines y algunos hasta con piscina y cancha de tenis.

Siempre íbamos con la ilusión de estar solos, pero muchas veces había que negociar el campo u organizar una pequeña liguilla para solucionarlo. En la que quien ganaba seguía jugando y el que perdía pa’l banquillo.

La pandilla de Las Alcaravaneras nos sentíamos dueños de nuestro parque de Las Brujas.

Antes de la llegada al parque estaba uno de los pilares, que antaño suministraba a las vecinas y vecinos agua y en ese tiempo había veces que salía un chorro y nos servía para refrescarnos. Beber no, porque ya nos advertían desde casa, que no bebiéramos agua por ahí que no fuera de botella. Siempre hemos tenido que pagar a las embotelladoras para beber, algo primordial como es el agua, lo jodido es que hoy en día seguimos haciéndolo y no protestamos. Fuerte negocio tienen dos o tres por estas islas, con el agua que es de todas y todos.

Entre partido y partido y las veces que no había balón, contábamos historias de las mas variopintas. De terror, claro, aunque después te creyeras algunas y te cagaras de miedo, cosa que por supuesto siempre se negaba.

La finca tenía un desagüe de canalización del barranco, que nosotros le llamábamos “El Túnel” y venía a salir por donde está el colegio de Las Teresianas.

Los más terroríficos cuentos se reservaban para el interior y muchas veces se salía despavorido, gritando, todo desalado y a trompicones hasta conseguir llegar a la carretera.

Digo la carretera, porque vivíamos en la calle y ahí estaba permitido jugar, pero para la carretera ni de coña, que eran la de León y Castillo y la de Pío XII. Ya fuera del túnel todos volvíamos a ser muy valientes.

De regreso a casa, que esta era la disculpa y algunas veces se nos olvidaba, nos llevábamos un balde de tunos que pelábamos y dejábamos toda la noche al relente y se volvían gelatinosos. Mas ricos, que tras comerlos se te quedaba la lengua y las bembas encarnadas y estabas todo el día meando colorado.

Atrás quedaba otra aventura llena de anécdotas misteriosas, algunas que eran sobre el lugar, se disolvieron cuando nos enteramos que se llamaba “El parque de Las Brujas” por una planta, las Brujillas, que ha constituido un recurso frecuente en el ámbito familiar de la población canaria para el tratamiento de catarros con fiebre. De los frutos al secarse, queda una pelusilla erizada que como los rabo llevas, también se pega fácilmente a la ropa.

Pelusillas que soplábamos y salían volando las semillas llevándose nuestras inspiradas historias, allá por el Barrio Inglés, la Ciudad Jardín, el “Barrio de los ricos”.

  • Javier Marrero