A la prima con la sorimba que barruntaba un día de viruje, el gallo anunciaba los rayos cernidos que débilmente alumbraba la piconera.
Piconera que se encontraba dañada por la extracción abusiva de picón para la confección de bloques.
Toda la cueva se llenaba de fragancia de la tarosada que se fundía con el calor del hogar.
Esperanza molía los granos de café haciendo girar la manecilla y se iba depositando la molienda en una pequeña gaveta hasta completar la medida.
Había misturado granos naturales con tostados en azúcar de caña y mientras se convertían en polvo, el aroma se unía a los olores del alba.
Luego depositaba el café molido en el colador de franela que colgaba de un cacharro de hojalata y echaba lentamente el agua “jirviendo”, aumentando el perfume que se multiplicaba con el pausado goteo.
Los podencos de Cipriano ladraban en la lejanía y Rafael tiraba del estarte para que su ómnibus fuera calentando. Hacía un infernal ruido que avisaba que tras el buchito ya estaría en ruta para recoger a Feluco el cobrador y comenzar la jornada.
Rafael, chófer de cochediora fue de los primeros que aprendió a manejar y tomó el nombre de su profesión de los conductores alemanes que llegaron con sus vehículos para sustituir las tártanas , los “chauffers”.
Eran tiempos que en las guaguas tanto el chófer, como el cobrador y las vecinas y vecinos usuarios, llevaban recados, noticias, encargos, cartas, paquetes, lecheras, garrafones, quesos, sacos de papas, cestos de frutales, talegas de pan, gallinas, palomas buchuas y mensajeras…y hacían la vida más amorosa.
Javier Marrero