La neblina subía por el barranco e impedía ver el andén y la vereda.
Para Benigno no era problema porque su ganado le guiaba y el conocía bien cada tenique y cada talisca.
En el bolsillo del calzón de lana, llevaba un puño millo y cuando alguna jaira o cordera se le salía del rebaño, lo agitaba y volvía sin necesidad de que el bardino tuviera que hacer su trabajo.
El bardino se lo trajo un amigo majorero, antes tenía un garafiano, pero tenía hablado con un tirajanero para un presa, que era su ilusión, porque de chico su paye le enseñó el pastoreo con uno y que no se andó con mucho remilgo a la hora de ponerle nombre y el presa de paye respondía al nombre de “Perro”. “Búsquela Perro,…salga el cercao…Perro…eche ponsimba”.
El tiempo no lo medía por relojes, el sol era su guía y ya pardeando tenía que estar al abrigo en el goro para la ordeñada.
La majurria llenaba todo y le hacía la cama al ganado con nuevas helechas. Acomodaba al fresco las lecheras llenas y le ponía la comida a “Canelo”, que era el nombre de su bardino y él se preparaba un lebrillo de leche espumosa con gofio tostado y fiscos de queso viejo.
Afilaba el naife en la piedra seca del marco de la puerta de tea, mientras miraba a la Luna, que en un cielo oscuro, nublado, sin estrellas, lucía un aro dorado que presagiaba que llovería en la noche y a la prima habría fango.
Javier Marrero