Voy a “confesarme”
Hace unos meses maté y enterré a un gran compañero. De esos amigos que surgen en la adolescencia. Esos primeros, que dicen “son para toda la vida”. Nos conocimos en la pandilla, joviales y felices. Esos amores tontos que continúan, sin saber bien por qué . Pero que no podíamos vivir separados en ningún momento. Compañero en los estudios, en el trabajo, en las caminatas, en la escalada, en la navegación. En las asambleas, manifestaciones y en las fiestas. El compañero con el que te entretenías en las esperas. Juntos matábamos los tiempos muertos. Vivíamos las penas y las alegrías.
Cuando nos separábamos momentáneamente, seguía estando en todos lados, mirara a donde mirara, fuera a donde fuera. Sentía celos de verlo en labios de otros. No podía vivir sin su olor, sin su tacto, sin su sabor.
Las trayectorias en carreteras eran monótonas y aburridas sin su compañía. Cuando nadie estaba, el siempre diligente, ardiente y humeante me acompañaba. Nunca me abandonaba estaba anclado dentro de mi.
Cuando no estaba en casa y se hacía tarde, salía a las calles, a su encuentro. Pero el paso de los años, el ir madurando y envejeciendo me hicieron ver que esta maravillosa relación de casi cuarenta años, era tóxica, asfixiante, acaparadora, absurda, letal. Amor asesino, embaucador. Ceguera, que se convierte en algo crónico, un vicio perjudicial, una rutina con mal camino a la tumba.
Ya no podíamos andar juntos, ya el corazón nos fallaba, no compartíamos el mismo aire.
Amigo, sabes que me costó mucho matarte, pero discúlpame compañero, si no te mato a ti, ya tu me estabas matando.
No te olvidaré nunca. Adiós tabaco. Ahora fumo vida.